Esta noche ha vuelto a ocurrir. Ha sido como otras veces, aunque esta me ha
cogido durmiendo solo en mi cama.
Soñaba con mi infancia, con Mary, Niki y los demás. Todos volvíamos a
tener bicicletas y llevar puestas camisetas anchas. Mary estaba tan guapa como
la recordaba, con su pelo largo, larguísimo, con sus ojos verdes, sus pecas y su
nariz chata. Iba montada en la bici violeta y llevaba puesta unas mallas rosas,
las mismas que se rompió cuando saltamos la Cuesta de los Robles.
Fue el mismo día que John se cayó y se partió la mandíbula. Recuerdo
que el corte de las mallas iba desde la rodilla, rodeándole la pierna, hasta el
final de su culo. Todos nos reímos de ella porque se le veían las bragas, unas
bragas con ositos azules y rojos desgastados. John, poco antes de partirse la
crisma, no dejaba de decirle que la cara de los ositos era triste porque tenían
que soportar todo el peso de su culo. Ella sin embargo siguió jugando, no le
importaba lo que pensaran por llevar el culo al aire, y además era muy niña
todavía como para importarle. Recuerdo que cuando se fue la ambulancia todos se
dispersaron, y Mary y yo nos volvimos juntos a casa. Yo no dejaba de mirarle el
pantalón, parecía que el corte le bailaba por toda la pierna, como una especie de espiral, y me resultaba
divertido. Ella pensó que me estaba riendo de nuevo y eso ya no lo pudo
consentir. No podía permitir que el más pringado de todos se riera de sus
ositos, así que me pegó un empujón que me tiró al suelo, y salió corriendo
riéndose de mi y gritando "niño rana", que era como me llamaban a mí
entonces. Yo me levanté y miré como se marchaba calle abajo, no podía apartar los ojos de su culo. Ella no llegó a entender que ya me empezaba a atraer entonces.
Siempre fui un niño muy precoz, debió de ser por mis largas piernas que me hacían
llegar a los sitios antes que nadie.
En el sueño echábamos el rato a las cartas en la piscina de Niki.
Jugábamos al burro y el viento nos lo estaba poniendo muy difícil. Recuerdo que
tenía una buena mano, me faltaba tan solo otro cuatro para plantarme. Y acabó
llegándome justo en esa ronda. Cogí la carta y el viento fuerte me la quitó de
las manos. El cuatro se fue volando hasta la piscina y cayó justo en el centro.
Me enfadé y todos se rieron. Cogí las cartas que me quedaban y las puse debajo
de mi toalla para que no se fueran. Me dirigí a la piscina a expensas de saber
que pasaría mucho frío cuando volviera a mi sitio. Me lancé de cabeza y con
estilo para que las niñas se fijaran en mí, pero creo que nadie lo hizo. No
saqué la cabeza y seguí buceando hasta la carta. La agarre fuertemente con la
mano izquierda y salí a la superficie. Ya se había hecho de noche.
Volví a mi toalla tiritando, el viento había aumentado en intensidad,
y esta se enroscaba en si misma en una esquina del jardín. Los cuatros se habían
dispersado por todo el césped. Todos mis amigos se habían marchado. Me enfadé
por lo que me habían hecho, dejarme allí solo, sin avisarme de que se iban, es un gesto muy feo, pensé. Empecé a coger mis cosas y a meterlas en la mochila; la
toalla, la camiseta y mis pantalones, las cartas las dejé allí. Entonces oí su voz, me llamaba por mi
nombre, venía desde la derecha, giré la cabeza y la vi, pero ya no era ella.
Acaban de pasar diez años, y la niña se acaba de convertir en una mujer.
Estaba como la última vez que nos vimos, y me acerqué a ella. Lloraba
y me miraba con gesto serio. Todo en ella era tensión; sus párpados, sus
dientes, sus puños. Le pregunté que había pasado, y volvió a sacar el tema que
ya había sacado otras veces. Me echó en cara nuevamente mi marcha mientras yo
la convencía de que no huí. Y acabamos llegando, como en otros sueños, a la
pregunta de siempre; ¿y por qué no estás con nosotros? Y yo no tuve más remedio
que volver a contestarle, con aplastante sinceridad, que todos, todos ellos,
estaban muertos. ¿Muertos? Me preguntó con tristeza. Yo asentí. Y en ese
momento comenzó a llover. Volví a empaparme de arriba abajo, y abrí los ojos.
Algo había sacudido la habitación entera derramando el vaso que tenía
en la mesilla, mojando completamente de agua la cama. Me incorporé y empecé a
recogerlo todo. Miré la hora, eran las cuatro menos cinco, a mi mujer le
quedaba una hora aún para terminar el turno. Fui al cuarto del niño, no
recordaba que aquella noche dormía en casa de un amigo, y al ver la cama vacía
caí en la cuenta. Entré en el baño y me mojé la cara. Las gotas se deslizaban
por mi barba y salpicaban a golpes en el lavadero. Me miré en el espejo, vaya
noche, pensé. En ese momento otro temblor sacudió violentamente la casa, y multitud de
trastos cayeron, rodaron y se hicieron añicos. El temblor duró unos veinte
segundos aproximadamente, cuando terminó salí corriendo hacia la ventana y
asomé la cabeza. Era lo que me temía.
La enorme tormenta se apoderaba del horizonte, era más grande, más
negra y más ruidosa que la anterior. Sus relámpagos parecían perforar el suelo
que tocaba, eran más brillantes, más fugaces y más letales. El viento hacía
acto de presencia y los árboles eran sus víctimas; miles de hojas se
arrastraban por los suelos bajo mi casa. Las ramas, los buzones, las farolas,
los coches; todo volaría por los aires en cuestión de minutos. Yo lo sabía,
sabía qué venía a continuación, y lo sabía porque ya lo había visto multitud de
veces. El ruido era atronador, violento y ensordecedor. Era la tormenta. No había
ni un alma en las calles. Nadie asomado, todos en sus casas, parecía que no
les había cogido desprevenido. Y yo me puse manos a la obra.
Cogí mi mochila y empecé a meter lo esencial en ella. No pensé en mi
mujer, ni en su hijo; no cogí fotos, ni recuerdos. Cogí dinero, comida para un
par de días, ropa, pilas, y otras cosas que consideraba de primera necesidad.
Intenté localizar el móvil, sabía donde lo había dejado, pero no estaba; no
tenía tiempo que perder así que lo abandoné a su suerte. Agarré el casco y las
llaves. Miré por última vez mi casa, porque sería la última, y cerré de golpe.
Que suerte que no me he encariñado demasiado, pensé.
Me monté en mi moto, me calcé el casco y arranqué. Salí del garaje
y llegué a la calle principal. Levanté el retrovisor y vi, en él, a la gran
ballena blanca. Sus espirales crecían y crecían retorciéndose salvajemente como
una serpiente con su presa. Aquel espectro ya arrastraba todo un bosque consigo. Era imposible escuchar otra cosa que no fuera el viento y los
relámpagos. Parecía tener mil brazos apoderándose de todo, como si todo le
perteneciera. Bajé el retrovisor para no quedarme hipnotizado con su baile, y
metí primera. Nunca me arrastrarás hijo de puta, dije, y salí de aquel
cementerio a toda ostia. Hacia el oeste, como siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario