jueves, 8 de septiembre de 2011

El huracán (1)

  Esta noche ha vuelto a ocurrir. Ha sido como otras veces, aunque esta me ha cogido durmiendo solo en mi cama.

 Soñaba con mi infancia, con Mary, Niki y los demás. Todos volvíamos a tener bicicletas y llevar puestas camisetas anchas. Mary estaba tan guapa como la recordaba, con su pelo largo, larguísimo, con sus ojos verdes, sus pecas y su nariz chata. Iba montada en la bici violeta y llevaba puesta unas mallas rosas, las mismas que se rompió cuando saltamos la Cuesta de los Robles.

 Fue el mismo día que John se cayó y se partió la mandíbula. Recuerdo que el corte de las mallas iba desde la rodilla, rodeándole la pierna, hasta el final de su culo. Todos nos reímos de ella porque se le veían las bragas, unas bragas con ositos azules y rojos desgastados. John, poco antes de partirse la crisma, no dejaba de decirle que la cara de los ositos era triste porque tenían que soportar todo el peso de su culo. Ella sin embargo siguió jugando, no le importaba lo que pensaran por llevar el culo al aire, y además era muy niña todavía como para importarle. Recuerdo que cuando se fue la ambulancia todos se dispersaron, y Mary y yo nos volvimos juntos a casa. Yo no dejaba de mirarle el pantalón, parecía que el corte le bailaba por toda la pierna, como una especie de espiral, y me resultaba divertido. Ella pensó que me estaba riendo de nuevo y eso ya no lo pudo consentir. No podía permitir que el más pringado de todos se riera de sus ositos, así que me pegó un empujón que me tiró al suelo, y salió corriendo riéndose de mi y gritando "niño rana", que era como me llamaban a mí entonces. Yo me levanté y miré como se marchaba calle abajo, no podía apartar los ojos de su culo. Ella no llegó a entender que ya me empezaba a atraer entonces. Siempre fui un niño muy precoz, debió de ser por mis largas piernas que me hacían llegar a los sitios antes que nadie.

 En el sueño echábamos el rato a las cartas en la piscina de Niki. Jugábamos al burro y el viento nos lo estaba poniendo muy difícil. Recuerdo que tenía una buena mano, me faltaba tan solo otro cuatro para plantarme. Y acabó llegándome justo en esa ronda. Cogí la carta y el viento fuerte me la quitó de las manos. El cuatro se fue volando hasta la piscina y cayó justo en el centro. Me enfadé y todos se rieron. Cogí las cartas que me quedaban y las puse debajo de mi toalla para que no se fueran. Me dirigí a la piscina a expensas de saber que pasaría mucho frío cuando volviera a mi sitio. Me lancé de cabeza y con estilo para que las niñas se fijaran en mí, pero creo que nadie lo hizo. No saqué la cabeza y seguí buceando hasta la carta. La agarre fuertemente con la mano izquierda y salí a la superficie. Ya se había hecho de noche.

 Volví a mi toalla tiritando, el viento había aumentado en intensidad, y esta se enroscaba en si misma en una esquina del jardín. Los cuatros se habían dispersado por todo el césped. Todos mis amigos se habían marchado. Me enfadé por lo que me habían hecho, dejarme allí solo, sin avisarme de que se iban, es un gesto muy feo, pensé. Empecé a coger mis cosas y a meterlas en la mochila; la toalla, la camiseta y mis pantalones, las cartas las dejé allí. Entonces oí su voz, me llamaba por mi nombre, venía desde la derecha, giré la cabeza y la vi, pero ya no era ella. Acaban de pasar diez años, y la niña se acaba de convertir en una mujer.

 Estaba como la última vez que nos vimos, y me acerqué a ella. Lloraba y me miraba con gesto serio. Todo en ella era tensión; sus párpados, sus dientes, sus puños. Le pregunté que había pasado, y volvió a sacar el tema que ya había sacado otras veces. Me echó en cara nuevamente mi marcha mientras yo la convencía de que no huí. Y acabamos llegando, como en otros sueños, a la pregunta de siempre; ¿y por qué no estás con nosotros? Y yo no tuve más remedio que volver a contestarle, con aplastante sinceridad, que todos, todos ellos, estaban muertos. ¿Muertos? Me preguntó con tristeza. Yo asentí. Y en ese momento comenzó a llover. Volví a empaparme de arriba abajo, y abrí los ojos.

 Algo había sacudido la habitación entera derramando el vaso que tenía en la mesilla, mojando completamente de agua la cama. Me incorporé y empecé a recogerlo todo. Miré la hora, eran las cuatro menos cinco, a mi mujer le quedaba una hora aún para terminar el turno. Fui al cuarto del niño, no recordaba que aquella noche dormía en casa de un amigo, y al ver la cama vacía caí en la cuenta. Entré en el baño y me mojé la cara. Las gotas se deslizaban por mi barba y salpicaban a golpes en el lavadero. Me miré en el espejo, vaya noche, pensé. En ese momento otro temblor sacudió violentamente la casa, y multitud de trastos cayeron, rodaron y se hicieron añicos. El temblor duró unos veinte segundos aproximadamente, cuando terminó salí corriendo hacia la ventana y asomé la cabeza. Era lo que me temía.

 La enorme tormenta se apoderaba del horizonte, era más grande, más negra y más ruidosa que la anterior. Sus relámpagos parecían perforar el suelo que tocaba, eran más brillantes, más fugaces y más letales. El viento hacía acto de presencia y los árboles eran sus víctimas; miles de hojas se arrastraban por los suelos bajo mi casa. Las ramas, los buzones, las farolas, los coches; todo volaría por los aires en cuestión de minutos. Yo lo sabía, sabía qué venía a continuación, y lo sabía porque ya lo había visto multitud de veces. El ruido era atronador, violento y ensordecedor. Era la tormenta. No había ni un alma en las calles. Nadie asomado, todos en sus casas, parecía que no les había cogido desprevenido. Y yo me puse manos a la obra.

 Cogí mi mochila y empecé a meter lo esencial en ella. No pensé en mi mujer, ni en su hijo; no cogí fotos, ni recuerdos. Cogí dinero, comida para un par de días, ropa, pilas, y otras cosas que consideraba de primera necesidad. Intenté localizar el móvil, sabía donde lo había dejado, pero no estaba; no tenía tiempo que perder así que lo abandoné a su suerte. Agarré el casco y las llaves. Miré por última vez mi casa, porque sería la última, y cerré de golpe. Que suerte que no me he encariñado demasiado, pensé.

 Me monté en mi moto, me calcé el casco y arranqué. Salí del garaje y llegué a la calle principal. Levanté el retrovisor y vi, en él, a la gran ballena blanca. Sus espirales crecían y crecían retorciéndose salvajemente como una serpiente con su presa. Aquel espectro ya arrastraba todo un bosque consigo. Era imposible escuchar otra cosa que no fuera el viento y los relámpagos. Parecía tener mil brazos apoderándose de todo, como si todo le perteneciera. Bajé el retrovisor para no quedarme hipnotizado con su baile, y metí primera. Nunca me arrastrarás hijo de puta, dije, y salí de aquel cementerio a toda ostia. Hacia el oeste, como siempre.

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